Mi viejo amigo Ramón lleva casado apenas tres años y hace apenas unos meses fue padre por primera vez. En todo este tiempo su relación de pareja ha sido ejemplar, pocos matrimonios pueden presumir de unos primeros años de casados tan plácidos y de una compenetración tal entre ambos. El caso que nos ocupa aconteció hace unos pocos días, un accidente casero, como los que todos hemos tenido de vez en cuando (unos más que otros, depende de lo patosos que seamos). Anabel, que así se llama su mujer, se dobló la muñeca intentando conectar esos antipáticos cables que corren por detrás de los televisores y que, no sabemos por qué extraño arte de mala instalación, siempre están en un recoveco al que apenas podemos acceder. Pues allí se le quedó enganchado y retorcido el brazo, situación bastante dolorosa, aparte del aberenjenamiento de la zona en cuestión. Por allí pasaron en los sucesivos minutos hielos, pomadas y demás remedios caseros con poco resultado satisfactorio. Así que viendo el dolorido estado del brazo de su cónyuge a Ramón no le quedaron más huevos que llevar a Anabel a urgencias del hospital más cercano, a pesar del repelús que este tipo de lugares le causan a nuestro amigo.
Sala de espera, hora y pico (aún es poco para lo que vemos por ahí), el brazo cada vez más a lo Kunta Kinte y por fin un doctor que se ocupa de la señora. Aquí comienza para la pareja la odisea más aberrante jamás contada. La primera pregunta del señor médico no fue CÓMO se había hecho eso sino QUIÉN se lo había hecho. Anabel, aunque sorprendida por la supina chorrada lanzada como pregunta por parte del facultativo, relató lo acontecido. Pues bien, tras su relato, el perturbado doctor le soltó a la cara un "no me creo". Sobre una mesa cercana ya había preparados unos papelotes a modo de inquisitivo interrogatorio que la accidentada debía de rellenar sí o sí. Preguntas sobre su pareja, cómo era su relación, si le gritaba, insultaba, pegaba y no inquiría sobre las posturas que adoptaban cuando realizaban el coito de milagro. Anabel se negó a rellenar esos estúpidos formularios, básicamente porque era perder el tiempo, significaba una incursión en su vida más íntima y, qué cojones, quería que le arreglaran el brazo de una puta vez. El gilidoctor salió de la estancia dejando sola e ignorada a la paciente durante unos cuantos minutos hasta que un nuevo personaje apareció en escena.
Allí estaba la psicóloga para el maltrato de género, hablando de chorradas sin sentido e incitando a Anabel a formular una denuncia contra su agresor. En un tono bastante sarcástico, ella preguntó si era posible denunciar a un televisor, a unos cables o al mueble en cuestión, y por supuesto, la respuesta de la "profesional" fue otro "no me lo creo". He aquí que comienza el lavado de cerebro, tono amable, pausado, directo a la sien, como un taladro a bajas revoluciones que entra y entra y entra e inculca toda su mierda sobre tu desprotegido cerebro. Pero a Anabel le dolía el brazo, brazo que hasta ese momento importaba una mierda a los mal llamados profesionales de la salud, puesto que nadie ni se lo había reconocido ni diagnosticado. Tras diez minutos o más de taladro feminoide incitando a la denuncia, nuestra accidentada no pudo más y, viendo que la chiflada psicóloga no razonaba, comenzó a lanzar gritos llamando a su marido y pidiendo socorro, quería marcharse de aquella sala de tortura y lavado de cerebro a toda costa.
Ramón, que comenzó a escuchar estas voces en la lejanía, se levantó de su maltrecha silla de la sala de espera para ver qué cojones estaba pasando. No reparó en que, desde hacía unos minutos, dos policías se encontraban flanqueando la puerta de la susodicha sala. Y evidentemente estaban allí por él. Detuvieron violentamente su caminar hacia fuera poniendo sus cuerpos delante de la puerta y lanzándole un "tú no vas a ninguna parte" que sonaba a vamos a sacar las porras y te vamos a machacar aquí mismo. Ramón no se explicaba nada, intentó razonar con los maderos, pero estos eran como dos cipreses plantados delante de la salida. Tras unos minutos de prolongada angustia porque su mujer continuaba por allá dentro vociferando como si alguien quisiera secuestrarla, Anabel apareció corriendo, huyendo de los zumbados lavacerebros y le dijo a Ramón que había que salir de allí a toda costa. Polis, médicos, psicóloga tarada, todos fueron tras ellos y les dijeron que sabían dónde vivían y que sabían quién era Ramón, que a la más mínima daría con sus huesos en la cárcel. Él no se explicaba nada, alucinaba en colores, ella juró que nunca más tendría un accidente casero. Por cierto, a día de hoy el brazo sigue jodido porque nadie en el puto hospital se molestó ni en mirarlo.