Teniendo en cuenta que el hijo de puta de ZP tiene amplios deseos de mandar a muchos españoles a vivir bajo un puente, pensé que sería mejor ser precavido y se me ocurrió comenzar a visitar los lugares que de aquí a no mucho podrían convertirse en mi nueva vivienda. Ni corto ni perezoso me dirigí hacia el viejo cauce del río, donde los puentes ofrecen un cobijo maravilloso a cientos de vagabundos y pordioseros a los que muy pronto me uniré. Recordé entonces a un viejo amigo que conocí en Cheltenham, coqueta y a la vez excéntrica ciudad situada en el oeste de Inglaterra. A este individuo solían llamarle genéricamente "el pordiosero", así que decidí interrogar a algunos de los cochambrosos y malolientes personajes que por allí se movían para ver si me podían poner tras su pista. No fue muy difícil, tras un par de entrevistas me enteré de que en los últimos días mi colega el pordiosero había ocupado la última planta de un edificio en pleno centro de la ciudad, justo al lado del mismísimo Corte Inglés.
Ilusionado al ver que incluso un pordiosero inmundo puede encontrar techo aunque sea a la fuerza, encaminé mis pasos hacia la dirección que me habían proporcionado los vagabundos. Tras andar varios minutos entre escombros, botellas rotas, jeringuillas y cajas de cartón con olor a intensa putrefacción, abandoné el viejo cauce y comencé a andar con paso firme por las céntricas avenidas con sucio hedor a asfalto y contaminación. Tras doblar por varios callejones donde la única presencia humana eran tipos borrachos meando contra portales y escaparates, llegué al número 14 de una estrecha calle, la dirección que me habían facilitado y que en cierto modo concordaba con la idea que me había hecho en mi mente de la nueva vivienda del pordiosero. Llamé a los timbres del último piso y tras unos extraños ruidos sentí que alguien intentaba abrir, pero la puerta no cedía ante mis empujones. Evidentemente en aquel lugar no todo podía funcionar. Tras unos nuevos intentos de aporrear los timbres y la puerta, al final apareció ante mí el pordiosero, que con una asquerosa llave me abrió la puerta muy diligentemente. "Es que los vecinos son unos hijos de puta y cierran la puerta del patio con llave para que no entren más tipos como yo", me dijo con una voz que denotaba que había estado chumando desde hacía horas.
Ni siquiera reparé en el hecho de que ni nos habíamos saludado. Pero entre nosotros la complicidad era tal que, una vez arriba y sin mediar palabra alguna, yo ya tenía ante mí una botella de whisky. Debía ser la una de la madrugada y ambos estábamos ya bastante puestos. El pordiosero me dijo que llevaba mamando sin parar desde el día anterior por la tarde, y yo también me había pulido en veinticuatro horas cerca de 20 cubatas, lo cual hacía que cada vez tuviéramos más y más sed. La verdad es que el menda no vivía nada mal, me sorprendí bastante de cómo se puede decorar una casa con mierda y residuos encontrados en contenedores de basura. Fue entonces cuando el pordiosero sacó unos polvos blancos que, según comentó, había arrebatado de forma violenta a un taxista drogadicto. Con todos estos vicios a nuestro alcance pronto perdimos la noción del tiempo.
Era ya de día y no quedaba ni whisky ni droga. El pordiosero agotaba los últimos sorbos de una lata de cerveza mugrienta y arrugada, y yo vaciaba en un vaso medio roto el culo de una botella de tintorro. Aunque yo le comenté que podíamos pasar por mi casa a pillar las cincuenta cervezas que guardaba en mi nevera, el pordiosero me habló de un lugar donde se podía pillar bebida fría y barata. Bajamos a la calle dando tumbos y nos aprovisionamos en el susodicho lugar. Las litronas no estaban frías ni mucho menos, pero la verdad es que nos importó poco, continuamos tajándonos de forma compulsiva mientras mi colega empezaba a sentir los efectos de su mono drogadicto. No pude suministrarle más de lo suyo, así que el ambiente comenzó a enfriarse, hasta tal punto que pronto comencé a escuchar los asquerosos ronquidos del pordiosero retumbando por toda la casa.
Era de nuevo de noche, pensé que iba siendo hora de pirarme a mi casa y dejar a mi viejo colega hasta una nueva ocasión. Le di dos bofetadas cariñosas que casi lo tiran del destartalado sofá en el cual había caído medio muerto y comencé a bajar escaleras abajo en dirección a la salida del edificio. Al llegar a la puerta del patio me encontré con que no se abría, recordé lo que me dijo el pordiosero de los vecinos hijos de puta que cerraban con llave para que no entraran más seres cochambrosos. Pues bien, lo que había conseguido en esta ocasión es que esos seres no pudieran salir. Subí a ver si conseguía despertar al pordiosero para que me abriera pero después de media hora llamando a su timbre y golpeando la puerta con virulencia, me di cuenta de que no iba a despertarse, incluso era posible que directamente se hubiera muerto, así que me había quedado encerrado, y viendo las altas horas de la madrugada que eran, dudaba mucho que alguno de esos vecinos hijos de puta pasara por allí para abrirme.
Decidí ponerme manos a la obra. Romper el cristal de la puerta no me hubiera servido de nada, puesto que el apestoso portal estaba completamente enrejado. Empezaba aquello a recordarme mis experiencias en el talego, provocándome auténtica claustrofobia. Pensé que lo mejor sería desmontar la cerradura, pero los tornillos estaban fuertemente apretados y no tenía destornillador. Lo intenté con una llave, pero acabé partiéndola, así que necesitaba procurarme un instrumento con que pudiera desmontar aquella puta cerradura. En la pared contigua vi unos interruptores, decidí rebentarlos y sacar todos los componentes eléctricos por si algo me podía servir. Encontré una plaqueta de metal muy fina que, con mucha dificultad, empecé a usar para quitar los tornillos. Estaba sudando como un cerdo y olía a alcohol que daba asco, así que un intenso mareo se apoderó de mí. Descansé unos minutos e intenté llamar por el móvil a algún conocido pero nadie estaba operativo. Al final conseguí hablar con "el preñado", un extraño tipo que curra de recepcionista nocturno, pero entre mi taja y su habitual somnolencia no conseguí explicarle cuál era mi situación.
Llevaba ya tres horas encerrado y casi tenía la cerradura desmontada. El patio parecía un taller mecánico, tornillos por el suelo, unos interruptores totalmente rebentados y la cerradura medio colgando. Entonces un enorme personaje con capa negra se paró al otro lado de la puerta. No podía ver sus ojos ni su expresión porque llevaba una máscara, pero sabía que me estaba mirando con cara de pena. En la mano portaba una llave, y tras un par de vueltas, consiguió abrir. Ahora le tenía delante sin puerta de por medio y conseguí reconocerle, era Darth Vader. Me dio dos palmaditas en la espalda y con su profunda voz a lo Constantino Romero me dijo, "venga chaval, ya te puedes ir, ya estás libre". Se lo agradecí profundamente y le comenté que subiera a ver si el pordiosero estaba muerto. Al salir de allí vi a otro extraño ser de pie en la acera, que parecía estar esperando a Vader. Era el señor Spock, con sus inconfundibles orejas vulcanianas y su habitual traje rojo. Me lanzó una sonrisa y me dijo, "hasta pronto". Mientras caminaba de vuelta a casa reflexioné sobre todo lo ocurrido.