El bote parecía no alcanzar nunca la playa, las furiosas olas y el angustioso rugido del mar atacaban de lleno a aquellos tres hombres, roían la madera, despedazaban los remos, no les dejaban avanzar. El mar estaba violento como jamás se había visto en aquellas costas, y aquellos miserables pescadores, sorprendidos en medio de su trabajo, quedaron casi imposibilitados para retornar a tierra. El viento bramaba, las aguas gritaban, el cielo se oscureció a la velocidad del rayo, era como una noche anticipada, que parecía querer cobrarse aquellas vidas como tributo extraordinario.
Apenas distaba la arena de aquella playa dos millas de la embarcación, que volaba ligera, desembarazada de sus redes y de todo objeto que pudiera ser un inconveniente para arribar a tierra. Los tatuados brazos de aquellos tres hombres de mar asían con fuerza los cuatro remos de aquel pequeño bote, pero con un desorden que no les hacía sino moverse en círculos. Cuando por fin parecieron organizarse, el viento arreció contra ellos, no se movían, toda la distancia que ganaban con sus fuerzas, la perdían contra los elementos. La situación se hacía desesperante.
El bote iba perdiendo consistencia, las tablas que lo formaban no podían sino resquebrajarse ante las continuas acometidas del enfurecido mar. Los vigorosos brazos de los pescadores perdían fuerza, sólo un instinto natural de supervivencia les obligaba a continuar remando, pero ya sin ningún aparente resultado. Ahora sí, parecía que se alejaban de la costa, y no podían evitarlo, era una lucha de tres hombres contra toda la naturaleza, y si éstos aún no habían perecido era porque ella no había querido.
El agua salpicaba a los atrevidos hombres de mar, no mencionaban palabra alguna, se habían resignado ya por completo a su suerte, y en vista de esto, el mar decidió darles la estocada definitiva. Gigantescas olas comenzaron a saltar por encima de aquella frágil embarcación, y con una violencia inusitada los tres hombres cayeron en el seno de aquel sádico mar. El bote se fue a pique, y aquellos pescadores, a pesar de sus desesperados intentos de salir a flote, pronto comenzaron a no poder aguantar la fatiga.
La tempestad cesó, la oscuridad se levantó de aquel siniestro cielo, y el mar volvió a su tranquilidad habitual. La playa era un despojo de restos, pedazos de madera de diferentes embarcaciones llegaban, empujados por las tímidas olas, hasta aquella extensión de fina arena. Los acantilados ofrecían una imagen desoladora, silenciosa, ni siquiera el viento se dejaba oír. A unos diez metros del límite entre agua y tierra aparecía tumbado boca abajo, intentando arrastrarse muy débilmente, uno de aquellos tres hombres que parecían haber sucumbido horas antes en medio de aquella tempestad infernal. No sabía qué extraño milagro le había hecho llegar a la playa y seguir con vida, pero lo bien cierto es que sus compañeros no habían corrido la misma suerte.