El cielo tenía ese color rojizo que se puede ver tras la marcha inminente del sol, pero la luz todavía era suficiente como para apreciar con nitidez el abrupto y a la vez hermoso paisaje. Entre cientos de rocas y matorrales discurría el único modo de acercarse a aquella colina, la cual posiblemente escondía al otro lado un suculento e interesante misterio. Pero no era un camino fácil, no sólo por los hierbajos y pedruscos que cortaban el acceso, sino también por lo escarpado de aquella extraña ladera que parecía emerger de la nada en medio de aquella espesura.
Sus manos comenzaron a apartar las hojas y ramas que le cortaban el paso, y de vez en cuando tenía que hacer uso de su imponente machete para aniquilar estos continuos estorbos que parecían querer alejarle de la siniestra colina. No había nada que pudiera detenerle, su caminar era firme y regular, como si no tuviera que hacer ningún tipo de esfuerzo para evitar los continuos impedimentos. Por su parte, el cielo iba oscureciéndose poco a poco, con una lentitud agónica, como esperando a que los ojos de aquel personaje pudieran ver qué era lo que escondía esa colina.
Había finalizado la lucha con el reino vegetal, ahora sólo le restaba trepar o intentar subir en cualquier caso por la escarpada y peligrosa ladera. Sus pasos continuaron firmes, encaminándose a las primeras piedras que salían a su paso. Sin ninguna aparente dificultad, escaló con una tremenda agilidad los primeros metros de ascensión, tal vez lo más complicado, dado que paulatinamente el terreno se iba volviendo horizontal. El afán por conocer lo desconocido vencía a cualquier impedimento, la cima se acercaba, y los latidos de su corazón se aceleraban.
Su cuerpo se deslizó hasta lo más alto, y una vez allí se puso en pie dejando sentir como el viento asolaba su rostro con una fuerza inaudita. Abrió los ojos de par en par y se dispuso a observar lo que con tanta ansiedad quería conocer. Decenas, cientos, miles de lápidas cubrían aquella colina en su descenso hacia la parte opuesta, lápidas sin dueño, sin nombre, olvidadas por la memoria de todos los mortales, y que ahora se dejaban mostrar exclusivamente a sus ojos. Aquellas piedras llenas de polvo estaban muertas, el silencio más abrumador rodeaba aquel tenebroso paisaje.
De pronto, llevado por un extraño instinto, comenzó a pasear entre aquellas piedras abandonadas, algunas de ellas incluso partidas por la mitad. Parecían estar allí aguardando la presencia de algún mortal que pudiera disfrutar inspeccionando aquel macabro lugar. Casualmente se acercó a una de aquellas lápidas, que tal vez le había llamado la atención por su curiosa forma. Se acercó y la observó, y se maldijo mil veces por su fatal curiosidad, aquella lápida llevaba su nombre, y sin más tiempo para pensar y echándose la mano al cuello, cayó muerto junto a ella. Las lápidas continuaron en silencio, y comenzaron una nueva espera, hasta que algún otro mortal les hiciera otra visita sin retorno.