sábado, 17 de mayo de 2008

Sequía

Desde hacía meses, aquella región no había recibido ni una sola gota de agua, la sequía era prácticamente completa, y aquel solitario poblado que se extendía en medio de la vaga soledad del más árido de los parajes conocidos, comenzaba a ser un auténtico infierno. Las gentes que allí habitaban tenían incluso ya problemas de subsistencia, el agua era muy escasa, y estaba muy férreamente racionada. El pozo hacía ya semanas que se había secado, y lo único que posiblemente podía salvar a toda aquella población era un milagro en forma de lluvia.

La huída del pueblo era patente, las casas quedaban abandonadas, y aquel lugar cada vez se parecía más a un espejismo fantasmagórico que a una población en que realmente habitase alguien. Pero los más reacios continuaban allí, aunque con la idea muy clara de saber que estaban rodando por los últimos días de sus vidas. Las plegarias por la lluvia se redoblaban, la imaginación volaba soñando con lugares paradisíacos, cuya central atracción era el agua, agua en abundancia, en cantidades suficientes para todo aquel que quisiera hartarse de ella; pero aquello no era sino una ilusión.

El calor era el factor que posiblemente más hacía anhelar el líquido elemento, se estaba haciendo insoportable, y la cada vez menor ración de agua por persona, no podía combatir aquel tremendo problema. Las muertes comenzaron a llegar, la deshidratación, las sensaciones de asfixia, todo se juntaba en torno a aquella sequía incontrolable. El pueblo perdía a sus habitantes, y los que aún no se habían ido o fallecido, se daban cuenta de que era tarde para todo, no había solución, sólo se podía esperar el inquietante y bien conocido por todos final.

Cada mañana los despertares eran más y más siniestros, las muertes se sucedían, y el agua acabó por terminarse definitivamente. Las cartas estaban ya echadas, cada cual duraría lo que su propio cuerpo le sugiriese. La imagen era desoladora, silencio, quietud, nada que denotase movimiento ni vida, un lugar escalofriante. Los días avanzaban muy lentamente, cada vez más, y no hacían sino torturar más aún a aquellas pobres gentes que aún quedaban vivas, aunque no por demasiado tiempo. Aquel pueblo estaba a punto de perecer sin ningún remedio.

Una figura se movía por entre las sudorosas y sedientas calles de aquel infierno fantasma, una figura encorvada que se movía de lado a lado y que parecía ir a caer en cualquier momento. En el mismo centro de aquel angustioso lugar se detuvo con las mínimas fuerzas para mantenerse aún en pie. Parecía querer mirar en torno suyo pero no podía siquiera mover la cabeza. Sus rodillas hirieron bruscamente el suelo, sus manos se mezclaron con el casi derretido asfalto. Aquella postura apenas si duró un par de minutos, ya que, lanzando un último alarido, el postrero habitante de aquel siniestro pueblo cayó muerto al suelo. Después comenzó a llover.
 
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