Ciertamente aquel vigilante era un hombre fuerte y musculoso, pero esto no hacía que no fuera a la vez un tipo muy inteligente y con ideas realmente geniales. Hacía tiempo que se encargaba de la completa vigilancia de aquel vetusto puerto, y es que no era demasiado para un solo hombre observar apenas veinte barcos que únicamente muy de vez en cuando se hacían a la mar. Y desde luego, con aquel hombre allí, se puede decir que la seguridad era completa, ya que nadie hubiera confiado en cualquier otro con más garantías de seguridad de las que él podía ofrecer.
Normalmente descansaba en una antigua torre de vigilancia, desde la que se podía observar todo el puerto, y que parecía hecha a su medida. Allí se sentía cómodo, pasaba horas y horas, se relajaba, es decir, prácticamente vivía allí. Esto no quitaba, sin embargo, que él continuara sus amenos paseos entre aquellos barcos toscamente anclados todas las mañanas. Se encontraba muy a gusto en aquel ambiente, siempre había estado entre barcos y marineros, y aunque sus expediciones mar adentro habían sido muy poco frecuentes, estaba ampliamente familiarizado con aquel mundo.
Su vida era sencillamente rutinaria, pero para él distraída y amena. Todas las mañanas salía muy temprano, casi cuando el sol aún no se elevaba sobre el horizonte, y comenzaba su primer paseo por entre los barcos. De vez en cuando encontraba conversación con algún pescador madrugador, y así pasaba el tiempo. A media mañana se sentaba tranquilamente a observar el puerto desde su torre, y ya después de comer, volvía a realizar algún paseo como para pasar el rato, siempre encontrando algún viejo amigo que estaba haciendo arreglos en su embarcación. Y cuando el sol caía, volvía a su torre, para salir a dar su última inspección cuando ya entraba la noche.
Como se puede ver, su vida no era gran cosa, pero así él era feliz, y no tenía necesidad de nada más. Una de aquellas mañanas, como tantas otras, allí salía él, dispuesto a inspeccionar todos los rincones de aquel lugar, aunque en la convicción de que no habría nada nuevo, salvo una de sus habituales conversaciones con los pescadores que allí se daban cita a esas horas. Aquella mañana no había pescadores, los barcos estaban quietos, reposaban sobre un calmadísimo mar, cuyas aguas estaban llanas, apenas sin ondulaciones. El cielo era gris, y parecía amenazar lluvia, así que, rompiendo en cierto modo su rutina habitual, resolvió dirigirse de nuevo a la torre para encontrar allí un tranquilo refugio.
De pronto, un violento estruendo sonó cerca de la verja que limitaba el puerto, el suelo parecía estremecerse, moverse, y aquel pobre individuo no parecía tener muy claro qué pasaba. Comenzó a andar, aunque sin precipitarse, midiendo muy bien los pasos, ya que no sabía a ciencia cierta qué extraño fenómeno estaba sucediendo. Se dirigió hacía el lugar donde había sonado aquella especie de detonación, y muy pronto llegó a aquella verja que limitaba con el mundo exterior. El puerto había sido arrancado de tierra firme, y comenzaba a adentrarse sin remedio en los confines de aquel mar. El vigilante gritó y gritó pidiendo ayuda, pero no había nadie en ninguna parte. El mar comenzó a enfurecerse, sonaron truenos, y aquel puerto flotante se perdió para siempre con su valeroso vigilante en su interior.