A lo que iba, mi paseo bajo el grisáceo cielo gallego de los alrededores de Boimorto. No sé por qué, pero al ir paseando por una carretera me empezaban a venir a la mente todas las putas restricciones impuestas por este desgobierno dictatorial e intolerante a los sufridos conductores que, por desgracia, aún tienen que manejar su vehículo por este lamentable país. Por momentos hasta temía que pasara junto a mí alguna patrulla de la restrictiva policía del régimen intentando endosarme alguna sanción económica por ir simplemente paseando. Hay que recaudar, y da igual si es a un tío que va cambiando de emisora en la radio del coche, a un transportista que echa un ojo a la dirección escrita en un papel a la que tiene que llevar su mercancía o al primer capullo que tranquilamente pasea, porque como son la ley y la ley la dicta un fascista hijo de puta que anida en Moncloa, pues nada, majo, al talego por pasear y no tener el carnet de militante nazisociata.
Me estoy desviando otra vez, que asco de zetavotantes, coño, que por su puta culpa tenemos que aguantar lo que tenemos que aguantar y a mí se me va la cabeza a la jodienda vital que nos están imponiendo día tras día. El caso es que mientras todo este puñado de mierda acudía a mi mente, yo seguía paseando. Las carreteras gallegas no suelen estar excesivamente sucias, por lo general no hay mucha costumbre de arrojar desperdicios por las ventanillas de los vehículos, pero mira tú que de repente en la cuneta me veo un cartón de leche. Hombre, siempre es mejor que ver una botella de whisky, algo que tampoco sería de extrañar, teniendo el cuenta lo que nos gusta el pimple a los nativos del noroeste español. Pero mira, casi que hasta me alegraba de que alguien fuera tan sanote que mientras conducía su vehículo se dedicaba a meterse lingotazos de leche. Claro que la policía del régimen seguro que también le multaba por eso.
Unos pocos pasos más arriba me encuentro con una lata de cerveza sin alcohol. Hombre, no es leche, pero carallo, sigue siendo sin alcohol, que al fin y al cabo es lo raro por estas tierras. Pues mira, otro conductor sanote, aunque quizá intentando rememorar algunos viejos momentos en los que se hacía la misma sustancia al volante pero algo más etilizada. Unos quinientos metros más de paseo y el paisaje comienza a adecuarse a lo imaginable: dos litronas en la cuneta. Bueno, ya reconozco mejor a mis paisanos, ahí, con dos cojones, ni botellín ni hostias, a litros. Claro que cuando avanzo un poco más ya aparece ante mí la prueba de que los gallegos no cambian por muchos zetamierdosos represores que aparezcan por la poltrona. Ahí están, bien hermosos, dos cajones de botellines de Estrella Galicia tirados, ya no en la cuneta, sino en mitad de la carretera. La emoción que me embargó entonces fue tal que me decidí a, un mes después, volver a escribir algo en el blog. Y ya puestos, en los próximos días seguiremos diciendo cosas, más que nada porque Zetaparo y su gentuza siguen siendo igual de hijos de puta que siempre.