miércoles, 11 de septiembre de 2019

El fin de semana interminable 1. Sábado

La valla del jardín trasero no está en las mejores condiciones. El año pasado no pude pintarla y con tanta lluvia es lo que pasa, creo que la madera empieza a estar algo podrida. Uno de los listones se me rompió ayer y, antes de evitar males mayores, decido darle un lavado de cara urgente. Ni sabía que aún tenía pintura de la que usé hace un par de años. Me la encuentro en un armario y decido ponerme manos a la obra. Primera hora de la tarde y yo dándole un repasito a la susodicha valla, ahora que tengo tiempo, antes de que se me venga abajo entera con tanta podredumbre.

Pero eso de ponerte a hacer algo medianamente serio y útil en casa y que te interrumpa alguien parece que es una especie de ley universal no escrita. Como estoy en la parte de atrás, no me entero de que están llamando a la puerta, así que Radek, un currante polaco al que le alquilo una habitación para sacar un dinerillo extra, y que un sábado a estas horas suele estar tranquilamente relajado tumbado en la cama leyendo, me da la voz de alerta. Hay alguien en la entrada. Dos tipos muy raros, por lo visto. Así que me dispongo a dejar la brocha apoyada en un lugar donde no manche mucho y ver si puedo a echar un vistazo. Pero no me da tiempo.

Los dos tarados han entrado tan campantes, se han cruzado toda la casa, y ya aparecen por la puerta que conduce al jardín trasero saludándome efusivamente a base de alaridos e insultos. Obviamente los conozco. Ahí está, Boris, el chef polaco, un individuo con el que tuve el gusto (o disgusto) de trabajar hace algunos años. Un día dejó la empresa, problemas de salud, bueno, realmente lo dejó todo, su alcoholismo le llevaba al hospital semana sí y semana también, y llegó al punto en que ya no pudo coordinar más movimiento que el levantar la pinta de Guinness hacia su boca. Con esta coyuntura vital, yo pensaba que el menda ya estaba muerto, pero no, ahí sigue, dando guerra. Y me da que en esta ocasión me va a reclutar para la batalla.

Junto a Boris aparece Matthew, que es un colega suyo al que creo que vi un par de veces en las farras de los viejos tiempos. No dice mucho, creo que no tiene mucha confianza conmigo, quizá no se acuerda de mí. Bueno, conmigo no tendrá confianza, pero con la casa parece que sí, y es que el tío apenas si me ha saludado y se ha metido corriendo al salón, donde ya se ha abierto una cerveza que traía en una bolsa y se la está enchufando sin contemplaciones. Este sí que tiene las ideas claras. Lógicamente dejo de pintar y apenas si me da tiempo a cerrar el cubo de pintura y limpiar la brocha de cara a una nueva sesión que vete a saber cuándo podré retomar. Porque ahora mismo ya tengo a Boris instalado en el sofá abriendo una maleta donde trae varias cajas de Guinness. Sí, el tío no bebe por latas, sino por cajas. Ya os comenté su pequeño problemilla con el alcohol.

Ya puestos me dirijo a la nevera y me abro una sidra, por suerte siempre tengo algo de metralla en casa. Radek ve el panorama y se abre otra. Ya estamos todos en el salón con la chuza en la mano. Entre contarnos nuestras vidas desde la última vez que nos vimos, comienzan a aflorar los maquiavélicos planes para las próximas horas. Que si una barbacoa, que si comprar más alcohol, que si... y el tal Matthew en una de estas directamente desaparece. Pero como una puta centella. Ni siquiera se despide. Y no lo vamos a volver a ver más. Boris entonces me comenta algo de que el tipo está muy enganchado al speed y por lo visto le ha entrado un apretón naricero y ha salido a por su sustancia más preciada. Pues nada, nosotros a lo nuestro. Ya con un cierto puntillo nos subimos al coche y nos dirigimos al supermercado. Y es que vamos a hacer una barbacoa nocturna.

Obviamente aparte de comprar cerdo de toda índole (que es lo que nos gusta a todos), nos aprovisionamos de más mamoneo. Pero en grandes cantidades. Y aun así, increíblemente, no va a ser suficiente. Ya de vuelta, la barbacoa es de lo más cachonda, especialmente porque estamos ahumando a mi estimado vecino musulmán con todo el tufillo del cerdo que, cosas del viento, va directo hacia su vivienda en todo momento. El tipo sale un par de veces porque se debe de pensar que estamos provocando un incendio, pero cuando solamente ve a tres putos borrachos comiendo cerdo, simplemente nos sonríe y se vuelve a meter en casa a trajinarse a su emburkada esposa. No le ofrecemos nada por razones obvias, claro.

El pedo es tan intenso que gran parte del papeo se queda sobre la mesa sin ni siquiera catarlo. Ya pasa de medianoche y poco a poco el cansancio nos puede. Pero entonces suenan unos golpes en la puerta. La entrada trasera, la del jardín. ¿Quién coño puede entrar por ahí? ¿El follaburkas? Abro y me encuentro a mi otro vecino, Tam. En alguna ocasión ya en el blog he hablado sobre él. Pero en los últimos tiempos este hombre ha cambiado, y lógicamente a peor. Especialmente desde que se divorció. Su casa ahora es un estercolero, no la limpia hace años y cuando algo se le rompe simplemente lo deja tirado en el suelo. El menda tiene casi setenta tacos y ha pasado por varios talegos y todo tipo de vicios. Y ahora está peor que nunca. Lo que pasa es que la salud no le permite hacer todo lo que querría. Apenas puede andar. Pero mamar... eso se hace sentado.

Tam comienza a gorrearnos birras y el tabaco de Boris desaparece en apenas una hora. El puto viejo se sienta y comienza a contar historias de talegos, putas, drogas, maricas, mafiosos y demás. En una de estas empieza a comerse los restos de la barbacoa con las manos. Y obviamente no usa servilletas para limpiarse, se ve que los sofás le son más agradables al tacto. Nos jode todas las cervezas, y mira que había. Y como no tiene bastante, resulta que ha encontrado una botella de single malt que yo guardaba en la cocina para ocasiones especiales. Nos pone un chupo a cada uno, como invitándonos (de mi propia botella), y se casca el resto él solo. Y para rematar engancha un vino dulce asqueroso que uso para cocinar y se enchufa la media botella que queda a morro. Por supuesto todo esto sin parar de hablar y contar sus historias talegueras.

Son las seis de la madrugada y Radek, hasta los cojones de Tam y sin nada más que poder mamar, se va a la cama. Yo intento hacer lo mismo pero el puto tarado me agarra por el brazo varias veces y me obliga a sentarme durante una hora más. Al final me libro de él cuando se va a echar una meada. Por desgracia Boris es más lento de movimientos y con tanta puta Guinness apenas si se puede levantar del sofá, así que le va a tocar aguantarlo en solitario. Ya en la cama, dos pisos más arriba, oigo como en el salón el puto viejo ahora se dedica a gritar mi nombre y el de Radek. Pero vamos, que no le hace falta megáfono, y fijo que se le oye desde el estadio de Hampden, que pilla al otro extremo de la ciudad. Son las siete. Supongo que a mi vecino musulmán hoy no le habrá hecho falta despertador con semejantes alaridos. Me pongo los auriculares para intentar escuchar la radio en lugar de al jodido perturbado, pero aun así continúo escuchando sus gritos. ¿Podré pegar ojo aunque sea una horita?
 
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