Digamos que hubo una vez un jarrón muy valioso que estaba, hasta cierto momento, custodiado en una habitación por gentes bastante preparadas y que sabían lo que tenían que hacer con él. Revalorizándolo a cada minuto que pasaba y poniendo sumo esmero en tenerlo cada vez más reluciente para que fuera la envidia de todo aquel que lo contemplara. Pero cierto día los dueños del jarrón se volvieron locos de remate, o quizá les comieron el coco de forma irremisible, se volvieron tarumbas y decidieron poner el cuidado del jarrón en manos de un tonto profundo con altos rasgos de locura muy peligrosa. El tonto-loco de los cojones, de nombre José Luis, tal y como llegó a la habitación donde el jarrón reposaba para su cuidado, se quedó mirándolo como idiotizado y no tuvo mejor idea que cogerlo y estamparlo contra el suelo, haciéndolo mil pedazos. Su valor se había esfumado de un plumazo, gracias a la locura de este gilipollas integral y a la extraña y macabra decisión de los dueños de dejar aquella joya en semejantes manos.
Fuera de la habitación se había quedado el otro candidato a cuidar del jarrón, un tal Mariano, que escuchaba entre extrañado y horrorizado, el jolgorio que el tarado de José Luis montaba mientras disfrutaba como un enano destrozando y pateando los restos del jarrón recién destruido. Mientras tanto, los dueños del jarrón, como adormilados por una contagiosa estupidez, observaban sin decir ni mu cómo el nuevo cuidador se cebaba más y más con lo poco que quedaba del otrora jarrón, y se ve que también disfrutaban con ello, puesto que pasados cuatro años, decidieron seguir apostando por que José Luis continuara cuidando del jarrón, o más bien de los restos del jarrón. Mariano, por su parte, desde fuera de la habitación no paraba de escuchar el vociferio perturbado del destrozador de jarrones. Curiosamente, en lugar de buscar a otro candidato a cuidador que quizá pudiera hacer frente al loco de José Luis, decidió sentarse a esperar su turno. "Estos dueños están locos por dejar el asunto en semejantes manos", debió de pensar, "pero ya llegará el día en que recuperen la cordura y confíen en mí". Y así, pasivamente, Mariano continuó sentado esperando a que el jarrón se hiciera más añicos todavía hasta que prácticamente no fuera otra cosa más que polvo.
Al final, viendo que la locura de José Luis cada vez iba a más y que el jarrón ya había perdido tanto valor que incluso amenazaba su propia subsistencia, los propietarios decidieron quitar al cuidador de su puesto y dar el puesto al tío que llevaba siete años esperando sentado en un banco. Un pobre inocente, sin duda, que debía de pensar que los dueños confiaban en él porque por fin habían despertado de su imbecilidad. Cuando Mariano entró en la habitación donde hacía casi ocho años había un lustroso y precioso jarrón, no encontró más que irreconocibles y diminutos trozos del susodicho por el suelo, combinados con pedazos tan destrozados que básicamente eran polvo. Y allí que llegaron los dueños y le dijeron, "hale, majo, toma una barrita de pegamento escolar y los trocitos del jarrón y a ver si nos lo reconstruyes tal y como estaba hace ocho años". Y allí se quedó Mariano, con sus trocitos y el pegamento escolar, con la mayor cara de bobo que uno se pueda imaginar, pensando, "joder, menuda tomadura de pelo". Mientras tanto José Luis volvía al manicomio con todos los gastos pagados y se pegaba unas buenas risotadas con todos sus compañeros de locuras perturbadas a costa del bobalicón inocente de Mariano y de los gilipollas de los dueños del jarrón. Moraleja: "Zetaparo es un hijo de puta".