viernes, 9 de mayo de 2008

Expreso al infierno

Resultaba ser aquella una noche de invierno especialmente fría, no sólo la temperatura era realmente baja, sino que la humedad del ambiente se hacía notar de una forma ostensible. Aquel tranquilo viajero llegaba a la estación pocos minutos antes de que el tren partiera, pero era ésta una situación que él tenía perfectamente controlada, llegaba justo a la hora que tenía propuesta en mente. Subió con extrema ligereza a su vagón, intercambiando un leve saludo con el revisor, que permanecía de pie impasible, como queriendo demostrar una cierta superioridad. El tren comenzaba a moverse, y el viajero abría la puerta de su compartimento y dejaba su única maleta situada bajo la cama.

Instantes después el tren se movía ya con cierta celeridad, y en su interior sólo el vaivén de los vagones desplazándose por aquellos sinuosos raíles rompía el mortuorio silencio que se extendía por los largos pasillos. El viajero salió pronto de su compartimento, parecía no poder estarse quieto, como si una extraña curiosidad le obligara a inspeccionar todos los rincones de aquel viejo tren. Pronto se dio cuenta de que iba completamente solo en su vagón, nadie más parecía habitar aquellos compartimentos que permanecían oscuros, cerrados, y en un completísimo silencio. La extrañeza se entremezclaba con su cada vez más creciente curiosidad, y en cuanto tuvo ocasión para hacerlo, comenzó a desplazarse por el resto de vagones que formaban aquella gran serpiente de metal.

Comenzó a caminar por los vagones traseros, por unos pasillos realmente estrechos, por los que incluso él solo tenía a veces serios problemas para avanzar. El silencio continuaba, los compartimentos oscuros se sucedían, y ninguna presencia humana se dejaba sentir por entre aquel laberinto de puertas. Dos vagones habían quedado ya detrás de las pisadas del curioso viajero, que no podía más que sentirse un tanto extrañado por todo lo que estaba observando. De vez en cuando parecía atisbar a lo lejos la imponente figura del revisor, vestido de azul, y como paseando de un lado a otro intentando no encontrarse con él. Pero aparte de esto, no había un solo movimiento dentro de aquel siniestro tren.

El viajero comenzó a plantearse que tampoco era un asunto muy extraño el hecho de encontrar completamente vacío aquel tren. Al fin y al cabo era un trayecto poco usual, y era lógico pensar que el número de personas en él fuera bastante reducido. Sin muchos más pensamientos en la cabeza, volvió a su compartimento, donde todo le aguardaba tal y como él lo había dejado. A través de las ventanillas, la oscuridad era absoluta, y sólo el continuo ruido del vaivén y las más que pesadas oscilaciones del tren, le aseguraban que aquel aparato continuaba su viaje.

Pasaron unas cuantas horas y todo continuaba igual, sin embargo el tren parecía por momentos acelerarse, las vibraciones se agitaban, los ruidos se hacían más continuos, y en definitiva, una extraña sensación de velocidad comenzó a inundar el cuerpo de aquel viajero. La temperatura parecía subir, el calor parecía entrar a través del metal de aquel coloso en movimiento. El viajero salió apresuradamente de su compartimento y de pronto permaneció quieto, impasible, casi sin respiración, ante la visión que le ofrecía la ventana que había ante él. Lenguas de fuego, vivos resplandores, intensas llamaradas corrían ante su mirada, casi cegándole. A su lado aparecía el revisor, con la cara y las manos descarnadas, dándole la bienvenida al infierno.
 
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