Lo cierto es que con semejantes tipos dentro de un coche ya el mero hecho de ir a los sitios se convierte en todo un espectáculo. Es así como, a pesar de saber de sobra la ubicación del evento en cuestión, el alcohólico no hacía más que insistir en parar a preguntar en diferentes bares. Claro, una parada, una pregunta, un par de vinos. Y de esta manera, después de cuatro o cinco "preguntas", cuando el vehículo arribó a la zona del papeo la chuza de ambos era ya más que interesante. Impresionante es también la capacidad del destarifao para hacer amigos, más si tenemos en cuenta que de cada diez palabras que emplea en una conversación, tres siempre son "macho", "Franco" y "España". Pues a pesar de ello, ahí estaba el muy tarado apoyado en la barra dando abrazos y estrechando manos a varios desconocidos que muy pronto pasaron a ser como de la familia por el simple hecho de compartir aficiones ideológicas, gastronómicas y de gaznate. A todo esto el alcohólico, mucho menos dado a hacer nuevas amistades, ya estaba dando buena cuenta de varias botellas de Ribeiro.
Un kilo de percebes por seis euros, en eso consistía la fiesta. Y nuestros amigos no iban a dejar que tan escandalosa ocasión de ponerse hasta las cejas pasara de largo, vamos, que tocaba jalar y mamar hasta reventar. Cuatro kilos de percebes entre los dos, un kilo de carne por cabeza (para meter algo consistente al cuerpo, ya se sabe) y cuatro botellas de vino. Más de dos horas de movimiento maxilar sin interrupción y, como guinda final, unos violentísimos orujos que dejaron a nuestros dos sufridos aventureros tirados en el coche lanzando guturales sonidos mientras el destarifao comenzaba a necesitar una de sus habituales descongestiones nasales. Eran poco más de las cuatro de la tarde y resultaba evidente que el día no iba a terminar tan pronto, a pesar de los excesos ya cometidos. Así que ni cortos ni perezosos, nuestros amigos deciden arrancar el motor y ponerse en ruta hacia su nueva etapa. Y es que un viejo amigo de la familia del alcohólico les estaba esperando ya en los aledaños del estadio de Riazor en La Coruña. El señor Fraga (nada que ver con el histórico político) se iba a convertir en la gran revelación del día (o de la tarde), aunque bien cierto es que nuestros amigos ya estaban bastante bien informados de las etílicas aficiones de este cincuentón bien parecido y con los bolsillos llenos de billetes.
Y en el Playa Club de la ciudad coruñesa, con hermosas vistas al mar, comienza el desparrame total y momento álgido de todo el viaje. Barceló con cola, Cutty Sark con limón, Jack Daniels con hielo... sin parar, unos detrás de otros, pim pam pum, más, más, y de cuando en cuando el destarifao encerrado en el baño cometiendo tropelías de toda índole. El amigo Fraga, bebedor hasta la médula, se tuvo que retirar asustado ante la locura chumeística de los dos personajes con los que hoy estaba compartiendo barra. Alcohólico y destarifao comienzan a vagar por las calles de Coruña totalmente idos, tropezando con farolas y alcantarillas y rebotando de bar en bar. Comienza a caer la noche y deciden comprar dos camisetas de la selección española a un chino al que el alcohólico insulta sin contemplaciones. Optan por tomarse unas tapitas para cenar y el camata que les atiende, ante les espectáculo que se avecina, les pide por favor que no monten ningún show, pero ni se atreve a tirarles del local, porque los jetos que llevan crean auténtico pánico entre la multitud. Y para rematar la faena, y tras taladrar a unos punkies, el alcohólico decide reunirse con su viejo colega el Piwilo (el etilismo concentrado en una sola persona) para enchufarse una Guiness en el Cañahueca, tremenda cervecería coruñesa.
Pero la perturbación mental de nuestros amigos no ha terminado aún, ni mucho menos. El alcohólico comienza a estar en su salsa con semejante colocón etílico y llega al punto de la chaladura absoluta. Hay que ir al Hotel Atlántico, alquilar la suite y montarse una festorra en plan Rolling Stones, con putas, champagne y caviar. Y el destarifao, que por cojones no será, no sólo no le quita la idea de la cabeza, sino que le anima y acompaña hasta el lugar para montar un nuevo y contundente espectáculo. En la recepción hay un tipo trajeado, una zorra y un pavo con coleta cara al ordenador que no hace más que partirse el culo, sobre todo cuando ve a los dos tipos que acaban de entrar, fajo de billetes en mano, y con una chuza del trece. Ante la reiterada respuesta del tipo trajeado de que no quedan plazas en el hotel, el alcohólico solicita la suite más cañera que tengan y suelta la frase de la noche "por dinero que no sea", mientras menea un fajo de billetes de cincuenta euros en su mano. La frasecita de marras aún se soltará dos o tres veces más antes de abandonar el hotel, muy de mala gana, con el destarifao arrastrando al alcohólico que va lanzando insultos a las lámparas y casi cae escaleras abajo al abandonar el recinto.
Nada más salir del lugar, nuestros amigos se dan de morros con una especie de feria gastronómica, lo que faltaba. El destarifao llega a un puesto de jamones andaluces y comienza a taladrar a los dos pobres chavales que allí se encuentran. Después de casi una hora de balbuceos, de querer llevarse un jamón bajo el brazo y de que el alcohólico se volviera loco varias veces porque no encontraba cerveza por ningún lado, al final el destarifao acaba sentado en un banco jalando lonchas de jamón que le han servido en un mísero plato de plástico. La fallida experiencia del Hotel Atlántico ha desanimado al alcohólico, que ya no tiene ni ganas de beber (aunque seguramente a estas alturas es que no le cabe ya más alcohol). Es hora de coger la carretera en dirección a la cama, sinónimo de descongestionador nasal para el destarifao, que no sabemos cómo cojones puede conducir al tiempo que realiza este tipo de actividades. La noche termina con nuestros dos amigos cara a cara frente a una jarra de agua de dos litros. El jamón estaba excesivamente salado.