domingo, 17 de enero de 2010

Imbecilidad paranoica de género

Me contaba hace un par de días un viejo amigo una historia acontecida en su barriada que demuestra una vez más la gilipollez, manipulación, comedura de coco y estupidez integral del populacho español con respecto a los putos temitas que el desgobierno de la distracción nos mete hasta en la sopa sí o sí. Una vez más tenemos que referirnos a la mal llamada violencia de género, obsesión perturbada de esta pandilla de esquizofrénicos, paranoicos y tarados mentales del ejecutivo. Los hechos acontecen en un bar de barrio, el que suele frecuentar mi viejo amigo Ernesto cuando acaba su cada vez más maltrecha jornada laboral. Jornada que en breve, puesto que ya se lo han comunicado, acabará por desaparecer, y es que, como tantas otras en este país, la empresa para la que trabaja mi amigo se va al garete y él a la puta calle, al puto paro, a engrosar las falseadas listas a las cada vez pertenecen más y más honrados y trabajadores españoles que acaban mordiendo el polvo del desempleo y la miseria.

Florin es un rumano que apenas hace unos meses llegó a España junto a su esposa. A los tres días tenía casa y trabajo, es lo que tiene ser extranjero en este país de locos. Pero bueno, al fin y al cabo este chaval parece ser un tipo esforzado y trabajador y, aunque esto no sea excusa para tener preferencia sobre un autóctono, siempre es mejor que se dé un empleo a gente así que a amerindios delincuentes o negros violadores. La mujer de Florin suele bajar todos los días al bar en cuestión a hacerse un cafelito a media mañana, de paso se relaciona con el vecindario y aprende un idioma español que por el momento se le resiste bastante. En uno de sus últimos intentos por relacionarse y establecer una conversación con la dueña del establecimiento, soltó la bastante mal construida frase "Florin yo pega mucho". ¡La leche!, Florin es su marido y aparece por ahí el verbo "pegar". ¡Maltratador, hijo de puta, denuncia, al talego, a por él! Y ahí está que la propietaria del establecimiento a la que ni le va ni le viene lo que pase en la casa de este matrimonio, se acerca a la comisaria más cercana a denunciar al rumano en cuestión.

Pues bien, tras el correspondiente y vejatorio arresto, sus noches en el calabozo y un interrogatorio digno de la Gestapo, se pasa el expediente al juzgado para la correspondiente vista y la orden de alejamiento, multa, talego o lo que se tercie. Cuando, intérprete de por medio, se toma declaración a la esposa de Florin, ésta no tiene ni idea de lo que está sucediendo, e intentando aclarar su frase en el bar, finalmente se resuelve que lo que ella quiso decir es que discutía a menudo con su marido, parece ser, y esto es lo de menos, porque ella quería volver a Rumanía y él no. Ésta es la paranoia y la comedura de tarro a la que han sometido a los ciudadanos de a pie, que ya directamente por cualquier chorrada acontecida en una familia completamente ajena, se puede denunciar y entalegar a alguien. Por cierto, mala solución va a encontrar Florin a todo este embrollo, porque a pesar de demostrarse que no ha habido ni malos tratos ni nada que se le parezca, y pese a los intentos de su esposa por quitar la denuncia, el proceso sigue adelante y ya sabemos cuál es el veredicto en todos estos juicios, haya pruebas o no, sea culpable o no. ¿Eres hombre? Al talego, majo. Y viva Zetaparo el jodevidas y sus lunáticos secuaces. Hijos de puta.
 
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