Las dos hileras de farolas a ambos lados de la calle debían de alumbrar algo más, pero aquellas amarillentas luces parecían unirse al funesto paisaje que se deslizaba en medio de toda aquella oscuridad. Aquellas farolas eran sumamente toscas y primitivas, y sus cuatro cristales en lo más alto, producían ese tono de amarillo apagado que tanto invitaba a la sugestión tétrica. Las sombras eran alargadas y difícilmente perceptibles, incluso por momentos aquellas sombras parecían ir y venir, como caminando por entre un ruinoso y terrorífico cementerio. Aquellas farolas eran la única luz que brillaba en una noche de completo silencio.
Y efectivamente el silencio se adueñaba de todo. Las viejas y abandonadas casas de aquella estrecha calle evitaban la presencia del viento, un viento que no existía, que parecía haberse desvanecido, como si la muerte que se respiraba en ese ambiente lo hubiese exterminado. Los recovecos de las casas ofrecían un sinfín de formas extrañas, formas que en la oscuridad parecían cobrar vida, siluetas y figuras sin aparente sentido que gracias a las sombras tomaban un aspecto realmente siniestro.
La noche continuaba su curso, seguía ofreciendo una tensión poco comprensible, frialdad, algo macabro. Todo estaba absolutamente quieto, sin embargo se olía una sensación muy extraña en aquel ambiente, la noche se enturbiaba, se ensuciaba, como si un inmenso reguero de sangre bañara todo aquel lugar impulsado por las manos del mismísimo diablo. La noche avanzaba, caminaba lentamente, ganaba poco a poco terreno; aquella noche parecía ya no tener fin.