miércoles, 26 de marzo de 2008

Muerte

Sólo eran unos pasos como otros cualquiera, pero en aquella noche de otoño sonaban de una forma que parecían querer comunicar un sentimiento muy en concreto. Era más bien un sentimiento agónico, como de una muerte muy lenta, que poco a poco se va apoderando de la vida y no se detiene hasta extinguirla. Llegaban incluso a ser siniestros, como si de un fantasmagórico espectro se tratara, se hacían pesados por momentos, como alargando más aún esa espeluznante agonía. Eran, en definitiva, terroríficos, y cualquiera que hubiese osado caminar por aquel lugar, estaría completamente aterrado.

Sin embargo, no había señales de vida por ningún costado, todo estaba desierto, aquellas angostas y oscuras calles ofrecían un paisaje fantasma, con la única imagen de las viejas y siniestras casas que flanqueaban el paraje. Los fríos pasos parecían surgir de la nada, se oían en todas direcciones y parecían no provenir de ninguna. Ni se alejaban ni se acercaban, eran constantes, como rítmicos golpes que penetran por el oído hasta roer por completo el cerebro. La muerte estaba al acecho, pero no osaba mostrarse, se mantenía cautelosamente a la espera.

La oscuridad iba y venía, sólo la imponente luna llena que reinaba en aquella noche ofrecía luz al tenebroso lugar, y las sucias nubes que muchas veces pasaban frente a ella, frenaban aquella luminosidad por momentos. La noche era cada vez más tensa, el odio, la muerte, la venganza, todos estos malévolos sentimientos parecían sobrevolar los tejados de aquellas funestas casas. Los pasos seguían sonando, acariciando rítmicamente la macabra oscuridad, como una lenta tortura que jamás parece tener final. Todo encajaba perfectamente en aquella extraña noche.

Como surgiendo de la nada, una esbelta figura negra apareció en uno de los silenciosos callejones que serpenteaban por entre las casas. Su rostro era una descarnada calavera que se iba deshaciendo por momentos, sus manos eran cadavéricas, y a cada movimiento que hacía iban perdiendo la poca piel que aún les quedaba. Su vestidura era, por el contrario, impecable, una brillante túnica negra que iba arrastrando y que le cubría de la cabeza a los pies. De pronto, aquellos inquietantes pasos que tan siniestras sensaciones lanzaban se detuvieron, y aquella figura errante se quedó quieta delante de una vieja puerta de madera que daba entrada a una de las muchas casas alineadas a lo largo de aquella oscura calle. Su viscoso dedo índice la señaló, y tras un horrendo grito de angustia que salió de dentro de aquella construcción, el silencio volvió a reinar en la noche.
 
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