lunes, 6 de abril de 2009

Retorno al Papillón 1. El viaje

Son poco más de las nueve y media de la mañana, momento en que el noruego recoge al polaco en su domicilio, todo tras las meadas y cagadas pertinentes de tan matutinas horas. Pronto el automóvil alcanza su velocidad crucero (la impuesta por el régimen nazi de ZP) y los kilómetros de autovía van quedando atrás. La primera parada es un acto obligado por las necesidades estomacales de nuestros amigos, que consideran que a partir de las once ya es una buena hora para un almuerzo violento. Tras el correspondiente repostaje, con gasofero gordo y paleto de por medio, toca la exploración de los bares de la localidad de Villares del Saz, lugar que, para sorpresa de ambos viajantes, ya ha sido parada habitual (y accidental) de los dos en anteriores excursiones. No, Graja de Iniesta, con sus cinco prostíbulos y poco más de cien habitantes (sin contar a las rameras, claro está), ya ha quedado atrás, así que de momento obviaremos esta localidad. Pero Villares esconde otras curiosidades dignas de comentario, como el bar-restaurante-hostal-tal vez prostíbulo El Pilar, donde el bocata tampoco estaba muy allá y el precio no resultó demasiado cómodo.

Pero lo mejor del local en cuestión eran los personajes que por allí pululaban. La camarera era una niña de unos trece años de origen rumano, que pronto salió de la barra para reunirse con el resto de su familia (o lo que fuera), una gorda que asustaba a la clientela, una tipa con aspecto de puta con un bebé a cuestas y otra camarera que también compartía la típica viperina y pastosa lengua rumana. Por supuesto no faltaba allí el típico abuelo ludópata encadenado a la tragaperras y algún otro anciano de vestimenta más que extraña que no hacía más que preguntar a la niña de trece años por qué cojones no estaba en el colegio. "Allí sólo van los profesores", era la contundente contestación de esta joven aprendiz de mediatriz del este de Europa. Aunque sin duda el mejor individuo del lugar era el cartero, el tipo con el emblema de Correos a cuestas, que mamando una cervecita tras otra preguntaba a todos los presentes si le podían llevar una carta a algún vecino porque a él no le apetecía moverse de la barra. El almuerzo, sin ser contundente, colmó las expectativas de nuestros héroes, que pronto continuaron carretera adelante en compañía de la música de Bruce Springsteen o Roy Orbison entre otros.

A pesar de la predilección del noruego por la ciudad de Ávila, esta vez no se hizo la correspondiente parada, había una cierta prisa por llegar al objetivo final de esta excursión y, ante la imposibilidad de conseguir los favores sexuales de ninguna abulense de 19 años, se decidió proseguir rumbo a Salamanca. La "carretera de la niebla", como se suele denominar a la pista que une estas dos ciudades castellanas ya ha pasado a mejor vida con la construcción de la nueva autovía, aunque no del todo. Todavía sin finalizar las obras, en varios tramos se obligaba a volver a la vieja carretera, con paso por localidades tan clásicas y macabras como Aveinte (a veinte kilómetros de Ávila), Salvadios o Peñaranda de Bracamonte, con ese hermoso cementerio que da la bienvenida a todos los viajeros a la entrada del pueblo. Pero no estaban las cosas para mariconadas y como el objetivo salmantino estaba cada vez más cercano y las barrigas y gaznates de nuestros colegas comenzaban a alterarse, no se hizo parada de ningún tipo. Pronto se vislumbró el río Tormes y tras cruzar el puente del Príncipe de Asturias y subir el Paseo de Canalejas, allí apareció la imponente bandera nacional de la Plaza de España para dar la más cordial y gastronómica bienvenida a nuestros sufridos (aunque no mucho) viajantes.
 
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