jueves, 9 de abril de 2009

Retorno al Papillón 4. Segundo día

Paseos macabros en calzoncillos por todo el hostal y cagadas de más de tres cuartos de hora. Estas fueron algunas de las matutinas consecuencias del exceso acontecido en el día anterior por parte de nuestros amigos el polaco y el noruego. Apenas seis horas dormidas, pero las ganas de regresar al Papillón a hacerse un desayuno violento antes de iniciar esta nueva jornada animaban a nuestros héroes a ponerse en pie y dejarse llevar un día más por los más primitivos instintos etílico-gastronómicos en dirección a los diferentes abrevaderos de la ciudad. Así pues, con el sol en pleno auge y las agujas del reloj señalando el mediodía, el camino hacia el Papillón se volvió a iniciar, buscando un intenso desayuno que saciara los castigados estómagos de estos dos auténticos pozos sin fondo. Los riñoncitos con cebolla y la consiguiente ronda de birras no fueron bastante, los dos nuevos papillones de nombre La Goleta y Los Faroles llamaban con fuerza a nuestros amigos, y allí fueron a continuar esta primera comida del día con suma contundencia. Especialmente bestia fue el acontecer en Los Faroles donde a nuestros viajantes ya se les trataba como a auténticos héroes. Y como tales actuaron al pedir como pincho final para estas rondas matutinas la violentísima morcilla de Zamora, que acabó con sus gaznates sumamente enrojecidos y picantes pero a la vez satisfechos.

En este tipo de visitas siempre hay que figurar un poquito, y esto es lo que a lo largo de las siguientes cuatro horas hicieron el polaco y el noruego. Un paseíto hacia el centro histórico con la promesa de no tomar ni una sola cerveza hasta las cinco de la tarde. Y es así como nuestros comedores amigos pasaron a mezclarse con toda la caterva de turistas de diversa índole que, siendo sábado, inundaban de forma escandalosa la parte más vistosa de la ciudad. El recorrido fue intenso, Plaza Mayor, Casa de las Conchas, Universidad Pontificia, Catedral e incluso una bajada al puente romano. Hasta el noruego se permitió el lujo de comprar una camiseta recuerdo de la ciudad con una más que patriota inscripción que simplemente rezaba "España". Ya de vuelta de este estúpido paseo, nuestros viajantes decidieron visitar un local recomendado por el camata orejudo de Los Faroles. Se trataba de una cervecería irlandesa (el típico local oscuro de madera), que al puto orejas le encantaba porque según decía las camareras estaban de vicio. Pues o el tipo tiene un gusto muy raro o es primo cercano de Magú, y para más inri el único papeo que acompañó unas cervezas que tampoco estaban muy allá fueron unas cutres patatas fritas de bolsa.

Pero estando en Salamanca, la ciudad con más perturbados y tipos extraños por metro cuadrado, la sorpresa estaba garantizada. Es así como, cuando nuestros amigos se disponían a abandonar el lugar, un sacerdote entró en el mismo. Sí, sí, un cura, un tipo con sotana y un crucifijo colgado del cuello, que junto con un puñado de veinteañeros borrachos comenzó a pedir cubatas de Jameson con cola por doquier. Sea porque nuestros viajantes tienen una pinta que llama bastante la atención o porque poseen un auténtico imán para todo este tipo de chiflados mentales, el caso es que bien poco tardó el presbítero en acercarse a su mesa y sentarse con ellos. Ocasión que aprovechó el noruego, cómo no, para confesar todos sus pecados a tan interesante religioso. "Padre, somos borrachos, gordos, puteros..." No hubo que decir más, al escuchar la palabra "puteros", los coleguillas del padre directamente les invitaron a continuar la tarde-noche con ellos y visitar las casas de mancebia que parece ser tenían en mente. En cualquier caso, nuestros viajantes decidieron seguir su camino, ya eran las cinco pasadas y la ruta de los papillones les estaba esperando para un nuevo desfase etílico-estomacal.

La Goleta fue el primer objetivo, y especialmente unas bravas que se habían quedado pendientes a la hora del desayuno y que para merendar iban a venir de puta madre. Tras unas cuantas rondas más, incluyendo los violentísimos pinchos de lomo típicos de este local, pasaba a ser el turno de Los Faroles, donde pudimos conocer a la novia del orejas, una tipa bastante agradable, heavy hasta la médula y visitadora habitual del Paniagua. Además conocimos a un nuevo camata, el perturbado rubio, un tipo que no decía nada y lo único que hacía era leer el periódico con una mirada de auténtico maníaco en serie. Allí cayeron entre otros pinchos unas espectaculares mollejas y una oreja con tomate no demasiado acertada. Finalmente, y ya cuando nuestros colegas se marchaban del local, volvió a aparecer el famoso camata de las greñas calorras, que con su típica sonrisa malévola y su mal de san vito que le impedía estarse quieto, brindó una calurosa despedida a polaco y noruego. Era el momento sagrado del día, tocaba hacer la aparición definitiva por el Papillón, a la jornada siguiente partían de la ciudad y esta visita suponía por tanto el instante cumbre de todo el viaje.

Ya por la mañana el noruego había ojeado de pasada un cartel de Estrella Galicia (cerveza cojonuda) que le había inquietado bastante. El local en cuestión se llamaba Malvasía, tenía un aspecto bastante cutre y olía mal, pero cuando hay una cerveza como esa en el barril, hay que hacer un esfuerzo. Fue una parada de preparación para el papillonesco final, pero que dejó también algunos buenos momentos. De todo el mundo es sabida la rivalidad más que cruel entre salmantinos y vallisoletanos, y cuando en un bar de Salamanca te ponen un partido de fútbol del Valladolid, el espectáculo insultatorio es realmente memorable. Y así fue, justo en el momento de la entrada al Malvasía comenzaba el partido. Nuestros amigos se callaron, mamando y comiendo mientras escuchaban la sarta de burradas que los abuelos salmantinos dedicaban a sus vecinos pucelanos. Veinte minutos fueron suficientes, aún así el lugar también deja la presencia de una camata muy amable (otra casi cuarentona como la de La Goleta) y un precio más que recomendable. Y ahora sí, todavía con los insultos de los ancianos futboleros resonando en sus oídos, nuestros héroes se plantaban en la puerta del Papillón con la intención de hacer ese último esfuerzo que todo valiente comensal requiere para dejar su pabellón lo más alto posible.

A medida que iban cayendo las rondas y los pinchos, nuestros viajantes decidieron que esta noche no saldrían. El noruego ya empezaba a ver borroso, la comida se le salía por las orejas, incluso sugirió la opción de hacer alguna ronda sin pincho, pero al polaco eso le parecía una injuria muy grave y continuaron con cojones hasta el final. Por allí volvieron a pasar Goicoechea, el abuelo de la tocha rota y unos cuantos personajes más ya habituales de los terrenos papillonescos. El espectáculo de la noche lo dio el acariciasepias de la plancha, que a medida que iban pasando las horas, dibujaba cada vez unas sonrisas más extrañas y maquiavélicas en su macabro rostro sacado de lo más profundo de un seminario de auténticos perturbados. Se acercaba la medianoche y las mandíbulas de nuestros amigos ya comenzaban a doler, demasiado ejercicio. Con la lentitud propia de quien está a rebosar de papeo y bebida, y tras lanzar una última mirada al paraíso papillonesco, noruego y polaco dirigieron sus pesados pasos hacia la calle para ponerse dirección al hostal del anciano pederasta. Aún antes de llegar, un abuelo chiflado con una peluca rosa que hablaba a grito pelado por el móvil, turbó ligeramente el éxtasis estomacal del que en ese momento ambos disfrutaban. Una vez en el hostal, la taza del váter fue el primer destino, después la cama y, tras unas desahogantes, ruidosas y virulentas ventosidades anales, por fin llegó el sueño.
 
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