martes, 7 de abril de 2009

Retorno al Papillón 2. Descubrimientos

En Salamanca no es difícil aparcar. El que diga lo contrario no conoce ciudades como Madrid o Valencia, simplemente en algunas zonas hay que armarse con un poco de paciencia y dar unas cuantas vueltas, y eso precisamente es lo que hicieron nuestros amigos. Claro que, mira tú que casualidad, una de estas vueltas les llevó a pasar justamente por la puerta del Papillón, hecho que desató la locura estomacal de ambos y que les condujo a aparcar a pocos metros de allí, en un callejón donde ya es costumbre dejar el automóvil durante los varios días que duran este tipo de visitas macabras. A unas cinco calles, distancia aceptable, quedaba el hostal del abuelo pederasta, al cual no se pudo ver durante los días en cuestión, quizá esté en alguna penitenciaria debido a sus infantiles aficiones, o tal vez ya haya fallecido porque hace un año el pavo ya tenía una pinta muy cochambrosa. El caso es que en esta ocasión el encargado de la recepción era un tipo bastante cachondo que estaba aprendiendo a tocar flamenco en horas de trabajo. Cuando nuestros viajantes le insinuaron que ellos aquí no venían a ver monumentos sino solamente a comer y beber, al pájaro se le abrieron los ojos como platos y comenzó a recomendar lugares para saciar tan primarios instintos, como el Cervantes, en plena Plaza Mayor. Aunque nuestros héroes, bien instruidos, ya conocían el lugar.

Son las cinco de la tarde y el noruego y el polaco ya están en la calle y con muchas horas por delante. La primera y ansiada visita les conduce, casi como si fueran autómatas, a la tétrica y maloliente calle Vasco de Gama, localización del mítico e ineludible Papillón, objetivo principal de este viaje. Para desgracia de sus estómagos, un cartel a la puerta del local advierte que no abre hasta las 18 horas. En ese momento cruza por la mente del noruego una famosa frase pronunciada por los amigos Los Perros Del Curro y Matemático Marzal, "tiene que haber por ahí veinte mil papillones que no conocemos". Así que ni cortos ni perezosos nuestros viajantes comienzan la búsqueda, eso sí, sin moverse mucho, subiendo por la misma calle, que aquí cambia de nombre a Van Dyck, y que va a resultar un auténtico espectáculo de descubrimientos etílico-gastronómicos. Aunque la primera parada va a ser un fiasco brutal. El Corral de la Abuela es un sitio patético, donde la mala educación y la falta de profesionalidad de la sudaka que hay detrás de la barra es alucinante. Para colmo, junto a una cervecita con un precio desorbitado para tratarse de la ciudad salmantina, no hay ningún pincho ni nada para llevarse a la boca. Y encima la sudaka está medio hipnotizada viendo un puto programa tipo Teleputa o Gran Marrano y no hace ni puto caso a los clientes.

Es así como nuestros amigos salen de allí espantados en busca de un auténtico "nuevo Papillón". Es entonces cuando aparece ante ellos La Goleta, sitio que produce buenas vibraciones al noruego por los carteles de toros y fútbol que hay en sus ventanales. Una vez dentro las sospechas se confirman, con una camata de treintaylargos a la que le faltan unos cuantos piños dando la más cordial de las bienvenidas con un "¿qué quieren mis chicos?" La presencia de unos tipejos con pinta de currantes con una mesa llena de tercios llama bastante la atención, sobre todo porque estamos todavía en horario de curro. Y la mayor satisfacción para nuestros turistas llega cuando aparecen ante ellos los violentísimos pinchos de lomo, que prácticamente tienen el mismo aspecto que el bocata que hace unas horas habían tomado en Villares del Saz y por el cual les habían soplado más de cuatro pavos. El polaco empieza a dibujar una tremenda sonrisa en su rostro, el noruego mama compulsivamente, y es así como pronto caen tres rondas (todas acompañadas de pincho, por supuesto) en este maravilloso local. Incluso en la última, nuestra querida camarera, se acerca a retirar los vasos vacíos de nuestros amigos "para que la gente vea que sois unos chicos sanos".

Pero hay que buscar más "nuevos papillones", así que nuestros colegas deciden trasladarse al local que está justo enfrente de La Goleta, el Mesón Los Faroles. Es un sitio mejor decorado, con unos farolitos colgando por todo el lugar, pero que a nuestros etílicos viajantes les importan una mierda. Pronto se dan cuenta de que el camata está muy perturbado, un tipo orejudo que de buenas a primeras ya está propasándose con cuatro señoritas que allí están también refrescando el gaznate. Sorprende su cachondeo y simpatía con todo el que allí va a comer y mamar, y tratándose de unos tipos tan excesivos como nuestros viajantes, esto promete. Los pinchos son, simplemente, bestiales. Se da la circunstancia de que con el primero nuestros amigos están compartiendo un pincho para dos, creyendo que se trata de uno doble, hasta que sacan el segundo y sus ojos, lenguas y gaznates alucinan en colores. Y hablando de lenguas, si hay un pincho espectacular en este local es el de lengua guisada, sin desmerecer las chichas, que casi hacen morir al noruego y algún otro pinchito que en los próximos días nuestros amigos van a probar y que les va a dejar sin respiración, literalmente.

Muy posiblemente si hay un local al que se puede aplicar el calificativo de "nuevo Papillón" tendría que ser Los Faroles. Aquí no sólo el papeo y la bebida es algo demencial, sino también los camatas. Si el orejas ya denotaba estar completamente ido, el compañero que le viene a sustituir no es para menos. Por la puerta aparece un tarado con melenas calorras y aspecto de juerguista compulsivo. Su primera parada es junto a las jóvenes que están de risas con el camata orejudo, son presentados, les da un par de besos a tres de ellas y... a la gorda le choca la mano. Tremendo. Pero cuando ocupa su puesto tras la barra ya nos damos cuenta de que está totalmente ido, pegando alaridos, moviéndose compulsivamente y partiéndose el culo con absolutamente todo lo que pasa dentro del garito. Finalmente nuestros héroes, tras tres rondas de contundente violencia etílico-gastronómica, deciden marcharse, no sin antes despedirse del calorro emplazándole para una nueva visita al día siguiente. Es la hora del Papillón, aunque después de tanta comida nuestros viajantes ya empiezan a notar como sus piernas andan torpes y sus barrigas comienzan a estar más que llenas. Pero a esto han venido y por eso están aquí. Calle Van Dyck hacia abajo, Vasco de Gama... y ¡Papillón!
 
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