miércoles, 8 de abril de 2009

Retorno al Papillón 3. La noche

Hace unos meses circulaba el rumor de que el Papillón estaba en venta. Tras la preocupación lógica ante tan terrible noticia, se hicieron las pertinentes comprobaciones vía internet para saber si continuaba en funcionamiento. Una vez resuelta esta duda existencial de manera afirmativa, lo próximo era comprobar si seguía en las mismas y contundentes manos, algo solamente realizable in situ. Es por esta razón que cuando a última hora de la tarde nuestros amigos atravesaron esa puerta que conduce al paraíso etílico-gastronómico papilloniano, se produjo una gran alegría en su interior al ver a los mismos personajes de siempre, el camata con ojos en la nuca, el planchista acariciasepias que vive cara a la pared y la señora que de cuando en cuando sale de la cocina para ver cuál es el ambientillo de tal estupendo local. Conociendo ya el movimiento de personal a ciertas horas en el Papillón, nuestros viajantes llegaron a una hora perfecta, justo antes de las cenas, con todavía suficiente sitio para maniobrar. Y evidentemente, con la primera ronda cervecera, el pincho a pedir fue el clásico papillonesco, los riñoncitos con cebolla más criminales de todo el planeta.

Durante cerca de tres horas, noruego y polaco dieron rienda suelta a sus instintos más primarios, comiendo y bebiendo como auténticos cerdos, mientras contemplaban el ir y venir de los extraños personajes que forman la clientela habitual del Papillón, el abuelo de la nariz rota, las familias enteras que van a enchufarse impresionantes festivales culinarios, los matrimonios cincuentones que se meten unas raciones criminales entre pecho y espalda y la aparición estelar de un nervioso Goicoechea que no hacía más que entrar y salir en el local buscando como loco a Maradona. Nuestros amigos se metieron seis o siete rondas, a sumar a las otras seis o siete que llevaban ya a lo largo de la tarde. Pero para terminar tuvo que llegar el colofón, en forma de error cometido (o tal vez no fuera un error) por el polaco al pedir para la última ronda en lugar de un pincho una ración brutal de sepia. Cuando un bicho enorme tipo calamar gigante apareció sobre la mesa de nuestros estimados comensales, a pesar de los dolores de estómago y la saciedad manifiesta de sus cuerpos, aún tuvieron los santos cojones de lanzarse al ruedo en un postrero esfuerzo que nos dejó al noruego babeando cerveza y al polaco mojando pan compulsivamente en una especie de ajoaceite violento.

Eran aproximadamente las once de la noche, se acercaba el momento de la farra nocturna, así que los viajeros, casi a punto de explotar, decidieron saldar su deuda monetaria (irrisoria) con tan hermoso local y enfilar sus barrigas y gaznates rumbo al centro de la ciudad. Por supuesto se emplazaron para desayunar allí al día siguiente. Previo paso por el hostal del abuelo pedófilo, donde se vació gran parte de lo consumido por tarde, nuestros tarados amigos pillaron la calle del Toro hacia abajo hasta llegar a la Plaza Mayor. Con demasiadas horas por delante y en mitad de la confusión etílico-gastronómica que en ese mismo momento les invadía, decidieron seguir el paso de la gente, y es así como sin saber muy bien cómo, acabaron en mitad de la zona pija de Salamanca, bastante asquerosa por cierto, donde recibieron unas invitaciones para un dos por uno en un garito altamente deleznable cuyo público parecía salido de una excursión de un colegio de treceañeras. Una vez allí obviamente no desaprovecharon la invitación, aunque bebieron lo más rápido posible para huir de aquel desagradable ambiente, que se tornó en irrespirable cuando lo peor de la fauna femenina africana se colocó a poca distancia de nuestros metódicos amigos.

Tuvieron pues, nuestros valientes turistas, que desplazarse hacia la macabra zona de Gran Vía, baretos sucios y sórdidos con música heavy y cubalitros de garrafón a precios más que cojonudos. Debían de ser las dos de la madrugada, la noche parecía renacer y nuestros amigos querían aprovecharla, así que sin más dilación atravesaron el macabro umbral del ya clásico Paniagua. El polaco, todavía impresionado por la cantidad de gente que aún a estas horas había visto en la Plaza Mayor, casi se abre la crisma subiendo las abruptas escaleras que conducián a los meaderos, mientras el noruego, que se había puesto muy seriamente manos a la obra con un cubalitro de cerveza, casi le mea en la cara a una joven que, equivocándose de baño, le pilló en pleno acto de vaciado. ¿O fue el noruego el que se equivocó de baño? Es lo de menos. Pared con pared está La Imprenta, otro local de las mismas características, pero justo cuando se iniciaba la transición apareció "el secuestrador". Este tipejo es un personaje que pulula por las calles salmantinas y, taladrándote con ofertas etílicas irrechazables, literalmente te secuestra y te lleva a un garito donde él mismo le pide lo que tú quieras a la camata y te lo sirve antes de despedirse e ir a secuestrar a más peña.

En manos del secuestrador estaban nuestros ya etilizados viajeros cuando un nuevo personaje hizo acto de aparición. Sin saber muy bien cómo entró en escena ni de dónde venía, un tipo con una pinta sumamente demacrada y voz de haberse tomado cuarenta carajillos seguidos, se acercó a nuestros héroes con un espectacular "¿queréis coca en piedra? está muy buena, la podéis probar antes". Al ver que no se le hacía ni caso pronto desapareció, pero esta sublime aparición al noruego le hizo pensar en su viejo colega el destarifao y sus blancas aficiones, mientras el polaco no dejaba de pensar en lo divertido que hubiera sido sacar en ese momento una placa de picoleto. El bar de secuestrador tampoco aportó demasiado, un par de pintas de cerveza, fotos de Lennon y Morrison y una tipa con lupas que tenía un culo y unas tetas brutales. Pero como nuestros amigos no venían aquí ni a ligar ni a follar sino simplemente a comer y beber, pues no hicieron más que recrearse la vista un poquito y seguir su ruta macabra por más locales violentos.

Continúa por tanto este tour, justo donde nuestros colegas habían sido abducidos, a la entrada de La Imprenta, pero esta vez del otro lado de la puerta. El cubalitro de whisky no se hace esperar, mientras el polaco no hace más que partirse el culo del extraño camata, mezcla entre Rambo, Chuck Norris y el Tijeritas, firme como una estatua y mostrando su "dureza" innata. Son las cuatro y pico, la hora de asaltar uno de los locales más esperados, el violento (aunque sólo por el nombre) Potemkin. Para sorpresa de nuestros amigos el local está totalmente vacío y la única persona a la vista es la "camarera intelectual", zorra que no tiene ni puta idea de nada pero se las da de lista porque está leyendo una mierda de libro. De pronto, y tras pedir los cubatitas de rigor, aparece una niña que apenas si tendría doce años y que se pone a taladrar al noruego. En mitad de todo este surrealismo (las luces de colores del garito también contribuían), nuestros colegas deciden que es una buena hora para retirarse, no por cansancio, sino porque no paran de beber y nunca acaban de emborracharse del todo. Además al día siguiente les espera el Papillón y para este tipo de eventualidades siempre hay que estar en forma. Tras un lento paseo con aberrantes temas de conversación, el hostal del pederasta abre sus puertas al descanso. Tras unas cagadas y unos pedos letales para evacuar toxinas, ambos quedan profundamente dormidos casi de inmediato. El primer día ha finalizado.
 
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