lunes, 26 de enero de 2009

Whisky

Realmente en momentos de mi vida como el actual es cuando me siento completamente deprimido, denostado, derrumbado y destrozado. Suele pasarme en ocasiones, pero ahora ya empiezan a ser demasiadas cargas las que mi cuerpo tiene que soportar. Necesito a alguien, una mano amiga, una compañía que me ayude a salir, pero sin embargo mire a donde mire sólo encuentro odio e incomprensión, no hay absolutamente nadie que venga en mi auxilio. Es lo más cercano a estar en el infierno, incluso puede que ese viaje a los reinos de Satán hasta fuese mejor que lo que está aconteciendo a mi alrededor. Me acerco más y más a ese calor infernal, a esas llamas eternas, y lo rozo pero no acabo de entrar, ni siquiera me queda ese alivio. Me lanzo de cabeza hacia un río de lava, pensando que quizá sea la única forma de mitigar el dolor, cierro los ojos, trago saliva y busco una solución que quizá jamás encuentre.

Estoy en plena calle, la acera me mira, yo dirijo mis ojos hacia los edificios y los escaparates me llaman, las luces de neón me dan una señal. Tiendas, ahí están, con sus relucientes vitrinas, las recorro una a una pero solamente me fijo en las pocas que me ofrecen la posibilidad de comprar alguna bebida alcohólica. Es como si me quisieran regalar esas maravillosas botellas verdes, o al menos así lo pienso, porque en las condiciones en que me encuentro, pagar diez euros por cuarenta grados de alcohol es una auténtica joya. Sé que es la única ayuda que voy a poder encontrar así que mis pies atraviesan el umbral de la tienda y mis brazos se alargan hacia el preciado objeto. Mi sangre comienza a hervir de furor, me siento revivir con la botella en las manos. No puedo ni siquiera esperar a salir de la tienda, le meto un buen trago a mi preciada mercancía y mi cuerpo se estremece, caigo al suelo mientras la sustancia corre por mi sangre y entonces comienzo a entenderlo todo. Whisky.

No sé qué ha sucedido. Me levanto sudoroso, estoy tumbado en el sofá, tenía una pesadilla, no me encuentro bien. Mi mente vuelve a jugarme una mala pasada, todos mis problemas se me vienen encima, necesito pegarme un tiro, o mejor saltar por el balcón. Ahí voy, aparto las cortinas, levanto la persiana, abro la puerta, me acerco al filo, el viento golpea mi cara y el suicidio cruza más presente que nunca por mi denostada cabeza. Miro hacia abajo y veo la calle, creía que padecía de vértigo pero en días como hoy parece que es lo de menos, lo único que quiero es saltar. Quiero morirme porque en realidad ya soy un muerto en vida, todo se ha perdido y no tiene ningún sentido, no necesito seguir deambulando como un alma en pena por este asqueroso mundo. Me han negado mis únicos rincones de felicidad, todo se ha hundido en la miseria, en el barro, en el asfalto, desaparecido para siempre y confundido entre mis recuerdos más disparatados.

Una fugaz idea pasa por mi cabeza, la única salvación que le queda a mi puta existencia, la tienda. Sí, mientras observo el lugar donde mi cuerpo va a terminar hecho papilla tras mi salto olímpico, veo la tienda, ese maravilloso lugar donde me pueden proporcionar el néctar de la vida. Comienzo a temblar de forma intensa y preocupante, realmente necesito ese contacto, no puedo esperar más, necesito su amor y su compañía, esa botella tiene que ser mía, y me está esperando, ansiosa por que me la lleve a casa y comparta todo mi ser con ella. Bajo corriendo, tropiezo varias veces, mi salud está tan deteriorada que no puedo dar más de tres pasos sin caerme al suelo. Pero eso no evita que intente correr, atropellarme a mí mismo y conseguir mi preciado objetivo. Llego a la tienda, que os jodan a todos, esto es la vida, es mi destino, es lo único que me queda y lo quiero. Whisky.
 
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