
La misteriosa figura con capa y sombrero de ala ancha había desaparecido, no quedaba ni rastro de ella, como si la extraña niebla se la hubiera tragado y llevado consigo. No había ni un solo vestigio de aquella sombra, parecía que se había volatilizado, que con la misma intriga y sigilo con que había llegado, había también decidido desaparecer. El silencio continuaba siendo el dueño de todo, del lugar, de la noche, de la oscuridad, de lo macabro, era como un signo de exterminio, de soledad, algo solamente comparable a la muerte, al vacío, a la no existencia.
Las farolas volvían a dibujar extrañas sombras cuando su luz impactaba con algún objeto, y aquellas sombras parecían seguir moviéndose, parecían tener vida por sí mismas. Aquel espejismo se sucedía ininterrumpidamente con todas y cada una de las sombras, era como una locura inexplicable en medio del silencio y la tenebrosa oscuridad de aquella noche sin sentido. Era como si esas extrañas sombras se presentaran en forma violenta y osada, con la muerte en sus entrañas, contagiadas por el funesto discurrir de una noche que no tenía fin.
Pero las calles seguían muertas, no había indicio de vida, los movimientos no eran más que ilusiones producidas por una oscuridad envolvente, que en su interior portaba ese sentimiento de muerte y maldad, de odio mezclado con violencia. La muerte y la destrucción se acercaban a aquel lugar, y la oscura noche no era más que la antesala de estos sentimientos contagiantes.