lunes, 25 de agosto de 2008

Lo macabro XII

La tenue luz de una vieja candela intenta muy a duras penas alumbrar la oscura estancia. Entre confusas sombras aparecen las cuatro paredes que delimitan la amplia habitación, en cuyo centro aparece una sobria mesa rectangular de madera. Sentada en una silla, y escribiendo sobre esta mesa, se encuentra la misteriosa figura del sombrero de ala ancha. En su mano izquierda, y sujetada firmemente, aparece una vetusta pluma, que no hace más que extender borrones de tinta sobre el destrozado y amarillento pergamino; a pesar de esto las palabras discurren.

La oscura figura deja su asiento, aparta la silla, y se queda inclinada con las dos manos apoyadas en la mesa observando lo escrito. Lentamente coge el sucio pergamino y lo enrolla para proceder a guardárselo. A continuación, unos extraños segundos de silencio acompañan la quietud de esta figura. Nada se mueve, y tras reconocer con su agitada vista todos los recovecos de la habitación, sus pies inician unos estruendosos pasos sobre el endeble suelo de madera.

Una puerta medio carcomida aparece ante él, y sin mayor contratiempo, decide abrirla para cambiar de estancia. Atraviesa el umbral de esta puerta y una nueva habitación aparece ante sus ojos, ésta pequeña y alargada, con mayor iluminación que la anterior. La tan curiosa abundancia de luz se debe a los dos o tres candelabros que cuelgan de mala manera del medio derruido techo. Al fondo de la estancia, y escondida en el único rincón donde las sombras proyectan su dominio, aparece una nueva y misteriosa figura que parece mirarle fijamente.

Es una mujer anciana, de muy avanzada edad, medio encorvada en una vieja mecedora, reduciendo de esta manera su ya de por sí pequeña estatura. Sus cabellos son largos y blancos, cayéndole sobre los hombros como dos cascadas salvajes; su piel, arrugada por el paso de los años, ofrece un extraño brillo en medio de sus negras vestiduras. Pero son sus ojos sin ninguna duda lo que más llama la atención, unos enormes ojos de un profundo y envolvente color marrón verdoso que parecen tener poderes por sí solos, combinados con una tierna mirada que sin embargo aterraría a cualquiera que los mirara fijamente durante un instante.

Sin embargo, aquel personaje de la capa y el sombrero de ala ancha se acerca, se mueve hacia la anciana sin ningún temor. Ella levanta la cabeza poco a poco a la vez que él se aproxima. En un momento dado queda detenido delante de ella, y es entonces cuando la mirada de la anciana recorre todo el cuerpo del misterioso personaje. Él extiende su mano izquierda y le ofrece el pergamino que unos segundos atrás había finalizado. Muy lentamente, la anciana recoge el amarillento escrito en sus dos diminutas manos y lo pone ante sus ojos. El silencio recorre ahora la estancia, todo está quieto, no hay movimiento, las dos figuras permanecen a la expectativa.
 
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