Nos encontramos en una plaza bastante mugrienta, tan sólo vemos aparcacoches pakistaníes y algún que otro sudaka vagando sin rumbo como buscando una víctima para sus ansias carteristas. A nosotros no nos preocupa demasiado toda esta delincuencia, tanto Eugenio como yo estamos deseando que nos atraquen para liarnos a leches con el hijo de mona que lo intente. Entramos en un vetusto local con muy pocas mesas, poca iluminación y un tufo a incienso barato que echa para atrás. Le comento a mi amigo que este restaurante no me ofrece buenas vibraciones pero como a él nunca le gusta quedar mal me convence para sentarme. Mis sospechas se confirman de inmediato cuando el camata que viene a atendernos tiene la típica pinta de progreta imbécil, con sus lupas de colorines, delgado como un puto famélico y andares de bailarina. Nos lee la carta y percibo que pierde más aceite que un Cadillac de quinta mano, menudo mariconazo, ¿dónde coño nos hemos metido? A lo lejos veo pasar a otra camarera ya directamente con pinta de etarra, pelo corto, cara de bulldog y formas de camionero. Me estoy empezando a poner realmente enfermo aunque intento que no se me note, así que pedimos un par de platos por cabeza.
Al cabo de cinco minutos el progremarica viene con dos platos en forma de triángulo, la típica mariconada por la que nos van a cobrar diez pavos más, sólo por la puta gracia. ¿Dónde coño está la comida? En el centro del plato me veo un trozo de pescado del tamaño de un dedal y un par de hojas de no se qué puta planta extraña. ¿Esto qué coño es, qué puta tomadura de pelo...? Pero es que el resto de platos son iguales, con esto no come ni un bebé. Recipientes de colorines y formas raras pero con cagarrutas de comida, y el coste del menú superaba los 25 euros. ¿Pero qué hijoputada es esta? Llamamos al progremarica a ver qué puta broma pesada es esta, que nos diga dónde coño está la cámara oculta. Se sorprende ante nuestra reacción y se indigna, dice que estamos en el megarestaurante ultratopechupiguay del diseño de pimpampum y tal y cual y que nos tenemos que sentir muy halagados y dichosos de poder compartir estas experiencias culinarias con el cocinero tal y cual que viene de los mejores locales de Brasil y nosequé y nosecuál. En ese momento me levanto de la mesa y pido la hoja de reclamaciones, la lesbietarra viene también a meter bulla porque yo estoy a punto de liarme a hostias. Sale el dueño, el típico psoísta pequeñajo de pelo blaco y mala baba, nos llama fachas, cerdos, machistas, homófobos y nos invita a salir del local. Me encaro con él pero Eugenio me sujeta y me saca de allí.
Ya en la calle me rasgo las vestiduras y hago ademán de llamar a la policía pero mi amigo me convence de que no merece la pena liarse con gentuza de esta calaña. Perteneciendo al régimen dictatorial establecido, lo más seguro es que si intentamos denunciarles o algo similar acabemos nosotros en chirona, así funciona España a día de hoy, así que decidimos relajarnos como buenamente podemos y empezamos a caminar en dirección a algún otro lugar donde de verdad podamos mitigar nuestra hambre. Tras andar un par de calles hacia abajo por un barrio bastante asqueroso, lleno de casas a medio derruir, negros vendiendo droga, sudakas navajeros en las puertas con mirada amenazadora y algún que otro anciano despistado que sin saberlo está a pocos segundos de ser atracado y rajado de arriba abajo, llegamos a una plaza donde el tufo a orín y a basura putrefacta se ha despejado un poquito. Incluso veo a algún blanco que cruza la calle y personas de diversa índole que ya no nos hacen pensar en la delincuencia. Justo delante tenemos otro restaurante, también de aspecto bastante cutre, pero el caso es que nuestros estómagos ya no pueden más y decidimos entrar.
Música ambiental, Serrat, mal empezamos, y peor continuamos cuando echando un pequeño vistazo a las paredes del local no hago más que ver banderas independentistas catalanas. El terror vuelve a invadirme y le comento a Eugenio que hay que salir de aquí por patas. Una vez más, mi amigo, más calmado, me dice que en algún sitio tendremos que comer y hace ademán de sentarse. Es en este momento cuando pienso en la putada que nos ha supuesto que hayan cerrado el comedor social, pero claro, los que allí íbamos no comulgábamos con las ideas totalitarias del régimen, y eso no lo pueden permitir estos putos fascistas hijos de mala madre. Así que nos sentamos en la herriko taberna cagalufa a esperar a que venga el terrorista de turno a atendernos. Como era de suponer el tipo sólo habla cagalán, la carta está en cagalán y aquí no se va enterar ni dios de nada. Eugenio es de Zaragoza y yo gallego así que me da que vamos a tener un babelístico problema. Claramente y sin rodeos le digo al terrocamarero que no entiendo ni papa de la carta, así que él coge y muy amablemente me la lee, ¡pero en catalán! Me quedo igual. Eugenio pide unas anchoas de entrante, a dos euros la pieza, ya pueden ser buenas, y para comer una extraña fideuá de pato.
El terrorista se dispone a descorcharnos una botella de vino cagalán pero le detengo a tiempo y pido un Rioja, como está mandado, el tipo pone muy mala cara y parece querer advertirnos de que eso nos saldrá más caro. Sólo por joderle merece la pena gastarse el dinero. Llegan las anchoas, ¿de lata? Pero además de las malas. Si una lata de esto vale menos de dos pavos y nos están soplando lo mismo por cada bicho. Estos cagalufos ya se sabe, la pela. A continuación llega la extraña fideuá que es el timo de la estampita, de fideo fino, con cuatro trozos de pato mal cortados y champiñones de bote. Ya hasta los cojones de cachondeo llamamos al camarero terrorista y le decimos que las anchoas eran una estafa, que esta fideuá me la hago yo en casa en cinco minutos y que son unos putos ladrones. El muy hijo de puta nos suelta que no habla español, nos damos cuenta de que estamos en un nido de malparidos muy peligrosos, así que nos comemos lo que hay en la mesa lo más rápido posible mientras ponemos a caldo a todos los putos cagalufos en voz alta y a grito pelado para que se entere todo el jodido restaurante. Acabamos de llenarnos el estómago y nos disponemos a irnos del local, pero cuando estamos saliendo por la puerta el camata ponebombas nos detiene con muy malos modos y nos dice que nos estamos yendo sin pagar, mientras nos repite una y otra vez el valor de la cuenta. Nos paramos, le miramos fijamente y con la mayor tranquilidad del mundo le decimos "no hablamos catalán". Y nos vamos.